LA OROYA, PERÚ.- Un manto gris cubre toda una ciudad en los Andes peruanos: La Oroya. Varias generaciones sufren la contaminación de gases, plomo y desinformación.
Basta ver y respirar para sospechar que algo anda mal en La Oroya. Esta ciudad de la región central de Junín intimida al visitante: cerros pelados y de color carbón rodean las viviendas de adobe y ladrillo, mientras un aire denso golpea los ojos y la garganta.
La causa sobresale en el corazón de la ciudad: la chimenea de una planta de fundición de metales escupe nubarrones negros. Desde hace más de 80 años, un complejo metalúrgico emite agentes tóxicos, pero el gobierno sigue sin considerar su cierre.
La percepción sensorial es confirmada a IPS por el gerente de Fiscalización Minera del Ministerio de Energía y Minas, Luis Saldarriaga: 1.5 toneladas de plomo y 810 toneladas de dióxido de azufre emanan diariamente de la chimenea del complejo metalúrgico administrado desde 1997 por la compañía estadounidense Doe Run.
Las emanaciones de dióxido de azufre exceden en cuatro veces lo permitido por la legislación peruana, que es de 175 toneladas métricas por día. La inhalación de este compuesto afecta las vías respiratorias y puede producir bronquitis. Cuando este subproducto de la planta de ácido sulfúrico entra en la atmósfera es el principal causante de la lluvia ácida.
Este centro de producción ubicado 180 kilómetros al este de Lima y a 3,300 metros sobre el nivel del mar, inició sus operaciones en 1922, bajo la administración de la empresa estadounidense Cerro de Pasco Corporation. Luego, en 1974, pasó a manos de la estatal Centromín Perú y desde 1997 es operada por la compañía Doe Run, cuya sede principal está en Missouri, Estados Unidos.
El gubernamental Consejo Nacional del Ambiente reveló que la fundición es el principal emisor, causante de 99 por ciento de los gases tóxicos que se respiran en esta ciudad. En la planta se procesan hasta 20 productos metalúrgicos, entre los que se destacan cobre, plomo y zinc.
Pocos viven de la agricultura. La mayoría de sus 35 mil habitantes dependen directa o indirectamente de la planta de fundición. Las principales fuentes de empleo son el comercio generado por este emporio de los minerales, los programas de asistencia social de la empresa, y los cuatro mil puestos de trabajo de Doe Run.
Paralela al crecimiento de la dependencia económica de la fundición, también se ha incrementado la presencia de agentes tóxicos. En 2001, el gobierno peruano consideró a esta ciudad como una de las 13 más contaminadas del país. Y hace pocas semanas, fue incluida entre las 10 urbes en esa categoría a escala mundial, por el no gubernamental Instituto Blacksmith, organización conservacionista con sede en Nueva York.
Los menores de edad no escapan al polvo plúmbeo que invade el aire, las paredes y el suelo.
Estudios médicos, como los efectuados por la no gubernamental CooperAcción en 1999 y 2003 y por la universidad estadounidense Missouri-Saint Louis en 2005, revelan que la mayoría de los menores de seis años de edad superan en promedio los 40 microgramos de plomo por decilitro de sangre (mcg/dl), cuatro veces más de los 10 mcg/dl que establece como límite la Organización Mundial de la Salud.
Doe Run tuvo que admitir esta realidad cuando en 2004 realizó un censo de la contaminación sanguínea en convenio con el Ministerio de Salud. De los 788 niños examinados, sólo uno no superaba los 10 mcg/dl de sangre.
Irene Caso Huerta es la mayor prueba de esta convivencia perversa. A sus 32 años tiene seis hijos, cuatro de los cuales tienen plomo en concentraciones que van desde 33 hasta 91 mcg/dl. La cifra tope la tiene el menor de todos, Stuart, de un año y medio, cuya estatura es inferior a la de un niño de su edad y quien padece de desnutrición crónica, aunque se muestra sumamente hiperactivo.
“Mis hijos son normales. No son 'mongólicos' ni tartamudos, como dicen las organizaciones no gubernamentales (ONG). Mi Stuart incluso es muy travieso, sólo se enferma del estómago”, cuenta Irene a IPS en su intento de ocultar su preocupación y explicar lo que ella reconoce como parte de la rutina de este pueblo.
“Yo nací aquí y debo estar más 'emplomada' que ellos”, dice señalando a la chimenea que forma parte de los símbolos de La Oroya. Irene vive en la zona más afectada de la ciudad, La Oroya Antigua, a pocos metros de la fundición. La mujer repite ideas que se mezclan en el ambiente como una partícula de metal pesado.
Maribel Chávez, de la ONG peruana CooperAcción, desmiente con vehemencia que su institución informe que los menores con plomo se vuelvan “mongólicos”, mientras el alcalde en funciones de La Oroya hasta fines de diciembre, Clemente Quincho, aprovecha la confusión para minimizar el problema: “Como ves, quieren bajar la autoestima de los pobladores”, comentó a IPS.
El médico Hugo Villa, quien ha atendido estos casos en el único hospital del estatal Seguro Social que existe en La Oroya, explica que la hiperactividad también es un síntoma de los altos niveles de plomo, “porque lo que hace el metal es modificar el metabolismo de las neuronas. Esto, además, puede generar dificultades en el aprendizaje. No sólo se manifiesta en decaimiento, dolor de cabeza o males respiratorios”.
Sobre esto último, un estudio epidemiológico efectuado entre 2004 y 2005 por el Ministerio de Salud demuestra que 50 por ciento de los menores de la región de Junín sufren de asma.
Desde la esfera política, la preocupación por lo que sucede en esta ciudad ha originado que en el Congreso legislativo se busque aprobar una moción de censura contra el ministro de Energía y Minas, Juan Valdivia. Y desde la sociedad y algunas instancias gubernamentales y privadas se trabaja en un plan de acción para mejorar la calidad del aire de La Oroya, que no conoce los colores del arco iris, sólo el gris en todas sus escalas.
El Tribunal Constitucional, la máxima autoridad judicial, ha recomendado en una sentencia que se ejecute ese plan de acción.
Sin embargo, no pasa por la cabeza de las autoridades del gobierno central la paralización del complejo metalúrgico, debido a que aproximadamente 50 por ciento de lo que recauda el Estado en impuesto a la renta proviene del sector minero. Doe Run compra anualmente concentrados de metal a 30 mineras de la zona centro y sur del país, por un valor promedio de 432 millones de dólares.
Además, es probable que la mayoría de los pobladores no respaldarán semejante medida. “¿Cómo saco a mi familia de acá sin trabajo? Las tierras están 'muertas', ¿qué vamos a sembrar?”, pregunta a IPS Ronald Parra, de la organización civil Frente de Desempleados, cuya pequeña hija sufre una contaminación que supera los 30 mcg/dl de sangre, y no obstante guarda la esperanza de que Doe Run lo contrate.
La sola idea de que el complejo cierre sus puertas llevaría a la población a las calles a protestar, como sucedió en diciembre de 2004, cuando Doe Run advirtió su retirada si el Estado no le ampliaba el plazo para la construcción de una planta de ácido sulfúrico con la que cumpliría el plan ambiental al que se había comprometido en 1997. El Estado terminó cediendo y Doe Run prometió culminar sus compromisos ya adquiridos, además de otros, en 2009.
Pero no todos piensan como Irene o Ronald. Hay dirigentes sociales como Eduardo Mayta que hablan de derechos. Él es parte de la minoría. “La empresa se acuerda de la propiedad privada cuando el Estado le reclama. Y cuando el polvo del plomo cae en nuestras casas, ¿acaso respetan nuestra propiedad privada? ¿O los derechos de Doe Run son más importantes que los nuestros?”, cuestionó Mayta.
Como paliativo, el proyecto para mejorar la calidad de aire de La Oroya incluye una serie de medidas con el fin de proteger la salud de los pobladores, como la habilitación de un plan de contingencia durante las horas de mayor emisión de contaminantes, el cual se encuentra en pleno proceso de consulta entre la población, que se muestra temerosa y desconfiada.
Los rumores no paran de circular. Entre la gente existe el miedo de que el uso de máscaras (tapaboca y nariz) en las horas en que la contaminación es más intensa termine por colocar a la ciudad en cuarentena, espante a los visitantes y, por tanto, perjudique el comercio.
El Consejo Nacional del Ambiente (Conam) ha comenzado a informar a la población sobre la importancia del plan de contingencia para romper con los mitos. “Les hemos dicho que la salud de los niños no es negociable y que ellos mismos decidan sobre las medidas de protección que quieren adoptar”, dijo a IPS la jefa de la Unidad de Cambio Climático y Calidad del Aire del Conam, Patricia Iturregui.
Mientras se buscan los consensos, la contaminación continúa. Fausto Roncal, director de Ecología y Protección del Ambiente de la estatal Dirección General de Salud Ambiental, reveló a IPS que si el plan de contingencia hubiese sido aprobado, tendría que haberse declarado a La Oroya en estado de emergencia hasta 11 veces sólo en octubre, y en 15 oportunidades en noviembre, por las altas cantidades de emisiones de dióxido de azufre.
El presidente de Doe Run Perú, Juan Carlos Huyhua, aseguró a IPS que hasta hace pocos años la legislación ambiental sólo hacía énfasis en los límites máximos permisibles y no en el control del riesgo a la salud. “La empresa, por el contrario, ha tenido una actitud proactiva con programas de salud”, señaló, al tiempo que aseguró que se han reducido los niveles de plomo en los trabajadores, y responsabilizó a Centromín Perú de ser causante de la contaminación acumulada de este mineral tóxico.
Según un informe de Doe Run, las concentraciones de plomo de los trabajadores de la planta de La Oroya disminuyeron 34.27 por ciento desde octubre de 1997 a septiembre de 2006.
Huyhua no mencionó que en la planta de fundición de plomo que tiene Doe Run en el estado de Missouri, Estados Unidos, las emisiones son 20 veces menores que en la de Perú. En los Andes peruanos, los controles para la protección de la salud son bastante más laxos
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